Cuento #1
- MonMtz
- 14 may 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 21 may 2020
Calor de los mil demonios y eso que no vamos ni a la mitad del día. ¿Qué más da? Hace ya casi un mes que todos los días se ven iguales: comenzamos apenas sale el sol, evaluamos el terreno, marcamos nuevos perímetros y a excavar, y excavar, y excavar... así hasta que terminamos lo establecido en la bitácora. Cada detalle se documenta y de vez en cuando tenemos la suerte de encontrar algo... tan solo de vez en cuando. ¡Tenía tantas esperanzas en esta excavación! El análisis de prospección era mucho más prometedor. No quiero que se malentienda, amo mi trabajo. Es sólo que cada vez me siento más cansada, sin embargo, aquí estoy, de vuelta en el campo.
- ¡Doctora! - Un grito a la distancia me saca de abrupto de mi estado ausente. -Creo que tenemos algo.
Camino deprisa a donde Héctor. Empiezo a sentir el hormigueo de la adrenalina subiendo por los brazos; busco reprimirlo de inmediato. No es momento para elevar las expectativas; no a estas alturas, no con los resultados que hemos obtenido.
- Es sólo un pequeño fragmento, pero podría ser algo, tal vez parte de alguna figurilla. - Noto la desesperación en la voz de Héctor por anotarnos una victoria.
- ¿Ya limpiaste bien el área y documentaste todo? - Insisto en mantenerme estoica.
- Todo listo para que usted entre.
Héctor, quien ha pasado las últimas horas de rodillas, se levanta. El chasquido que hacen sus articulaciones es tan fuerte que me es inevitable soltar una mueca de disgusto. Estoy segura que lo avergoncé, aun así no dijo nada. Pobre hombre, nunca se queja. Mientras él regresa al campamento, me quedo parada frente al cerco un momento; el pequeño fragmento de arcilla quemada yaciendo inerte sobre la tierra. Por más que realmente fuese algo, no creo que haya mucho que nos pueda decir acerca de lo que buscamos.
Me arrodillo lentamente, como tratando de evitar el momento. Mis rodillas chasquean igual o más fuerte que las de Héctor. Me río para mis adentros ante la ironía. Examino la pieza y la tomo con cuidado. Mis manos se sienten torpes con los guantes puestos así que decido quitármelos. Es fría al tacto, aún guarda algo de la humedad de la tierra que aviva un poco ese color de desierto... Deslizo mis dedos por el borde con suavidad. Es tan agudo que casi se siente peligroso, y entonces, aún tomándola, vuelvo la mirada al frente.
Ya no hay nada.
Sólo terreno árido. No veo el campamento, ni las herramientas, ni los cercos que hemos trabajado. Volteo confundida hacia los lados, no hay rastro de Héctor ni los otros colegas. No hay nadie. Escucho ruidos de fondo sin identificar qué son o de dónde provienen. Me empiezo a sentir muy aturdida. Ahí está, otra vez el hormigueo... Me aferro al fragmento, apretándolo entre las manos para darme cuenta que no son las mías. Estas manos son grandes, toscas; la piel luce áspera, seca, maltratada por el sol. El suelo está caliente, puedo sentir cómo quema a través de los pies descalzos; el cuerpo desnudo, apenas cubierto por unos trozos de piel de algún animal. Quiero llamar a alguien, pero sólo logro articular sonidos burdos. Detrás de mí, el ruido se hace cada vez más fuerte.
Al darme la media vuelta veo todo, a los míos y a los otros enfrentándose sin piedad. Uno de nosotros cae bajo la lanza del enemigo. Casi instintivamente, muestro los dientes en señal de amenaza y siento cómo se tensan todos mis músculos. Algo dentro de mí sabe que son ellos quienes no deberían estar aquí. No somos tan diferentes, ambos buscamos sobrevivir a toda costa. Nosotros tuvimos la mala suerte de llegar aquí primero. Ellos son los más bárbaros entre los bárbaros, sólo hace falta ver su piel y cabello pintados de rojo para saberlo. Nos sorprendieron al amanecer y quieren quedarse con el territorio y nuestra comida.
Mientras la lucha sucede, estoy librando mi propia batalla interna. La sangre me arde deseando defender lo que es mío, pero lo que sucede en este cuerpo no soy yo. Quiero correr en dirección al tumulto, también sé que no duraría ahí ni un minuto. De pronto, el sutil crujir del suelo seco me avisa que hay alguien a mis espaldas. Me asomo con sigilo por encima del hombro: rojo. Me toma por detrás. Tengo suerte que su única arma sea él mismo. Intenta someterme, es demasiado fuerte; algo se apodera de mí. No sé lo que estoy haciendo; el forcejeo sucede en automático, sólo sé que no puedo morir. Entonces lo recuerdo: el borde afilado, el pequeño fragmento. Con un esfuerzo sobrehumano tomo un gran respiro y, en medio del grito más salvaje y visceral que he escuchado, le clavo la pieza cerámica en el costado.
Al abrir los ojos el suelo sigue caliente, puedo sentir el cansancio y las gotas de sudor rodando sobre la piel.
- Doctora, ¿está usted bien?
- ¿Héctor? - Intento identificar su rostro, pero el sol radiante no me lo permite.
- Sí, doctora. No se levante. Recuéstese. En cuanto escuchamos el grito corrimos todos y la encontramos aquí tirada. ¿Qué le pasó?
Aliviada, dejo de luchar y por fin cedo todo mi peso a la gravedad; quiero fundirme con la tierra hasta me envuelvan sus capas más húmedas y frescas.
- Nada Héctor, que hace un calor de los mil demonios.
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